viernes, 21 de marzo de 2014

Leer a Chesterton en Sevilla



Leer a Chesterton en Sevilla, ataviado con una zamarra verdiblanca el día del enfrentamiento fratricida por excelencia de nuestra ciudad, podría ser, si se le plantea la cuestión a cualquier lego en las letras de este genio, una misión imposible, una Odisea más compleja que aquella del héroe de Ítaca, teniendo en cuenta la enorme cantidad de interrupciones espontáneas por parte de desconocidos exaltados surgidas para comentar el venidero agón.

Más arduo, empero, puede parecer escribir sobre Chesterton esa misma noche. Rescatar todo el universo de pensamiento que, en leves dosis, el polígrafo londinense derrama en sus páginas, podría considerarse algo pesado, con el hastío, la desazón, la tristeza incluso, provocada por la derrota deportiva. Sin duda no resulta atractiva, no parece tener aliciente, ninguna tarea que en el resto de momentos resulta amena, provechosa, importante.

Pero un par de motivos me empujan a encender el ordenador y, pese a la somnolencia, redactar un par de páginas acaso sobre Chesterton. O más bien, sobre la lectura de Chesterton y la lectura en Chesterton. El primero de esos motivos, el más prosaico pero el principal, es que esta reflexión, en teoría, debiera constar para la evaluación de la materia de Lectoescritura inserta dentro del MAES, pero el plazo finaba el día 20 y, precisamente a causa del deporte rey, ya voy tarde. La segunda de las razones es la de dejar constancia de mis sensaciones al devorar los pocos (de momento) ensayos que del libro Lectura y Locura he creído conveniente leer (doce es un número demasiado corto). Pero la razón que, definitivamente, me ha hecho no rendirme en el propósito de abordar por escrito lo que por mi mente ya ha desfilado desde que recorrí la primera página del libro, ha sido la de conservar una cita que, oída en un comedor universitario a la hora de almorzar en voz de una chica, tal vez no pase de disfrazarse de comentario curioso, pero que esconde una realidad que, inconscientemente, conecta con los más hondos pensamientos de grandes filósofos. Hablando de un viaje cercano hacia quién sabe qué tierra (y según se desprendía, para cierto tiempo), la autora de tal cita, que había mencionado poco antes el Siglo XVIII (desconozco la razón) afirmaba, como si de una rareza se tratase: “en realidad, lo que tengo más ganar de visitar son los cementerios.” Y a mi mente ha llegado, aunque sin una relación clara y explícita, el  Chesterton que afirma: “Dejemos eternamente, por un tiempo, de leer a los hombres vivos que tratan temas muertos, y leamos sólo a los muertos que hablan de temas vivos.” Y todo esto, cuando el bueno de Publio Ovidio Nasón hubiese cumplido hoy, de gozar de vida eterna, nada menos que 2057 años.

Y es que (al menos ésa es mi sensación actual) leer a Chesterton implica que escribir sobre Chesterton, sobre lo que él lee y escribe, no se parezca en nada a cualquier tipo de escrito convencional. Hasta para comentar y reseñar sus pensamientos se hace necesario imitarle y homenajearle desde la forma misma. Porque es muy difícil resumir, añadir más o disentir de un autor que, en ocasiones, parece estar manifestando la verdad en forma de opinión. Al igual que su pensamiento acerca de la historiografía, según el cual los historiadores parciales cuentan media verdad, mientras que los imparciales no cuentan ninguna verdad, parece que en el mundo de las ideas de nuestro polígrafo hasta la opinión menos concordante con la del lector está consagrada por algo casi inefable.  

Cada uno de los doce ensayos leídos representa una obra de arte transmitida humildemente, difícilmente capaz de entrar en cánones, pero tan digna de ser recogida y sopesada como lo puedan ser los inabarcables poemas cíclicos de la Antigüedad cuasi mítica:

En Lectura y Locura se explora el hecho de la lectura como ritual casi convertido en fanatismo, que poco hace por enriquecer las habilidades sociales personales de los lectores. Mudanza tiene como protagonista la sutil y magistral metáfora del cambio físico de vivienda como el umbral de personalidades, sentires e inspiraciones distintas. La poesía de las ciudades representa, sobre todo, la desmitificación de la Arcadia bucólica, que muy poco tiene que ofrecer ante el enorme maremágnum de grandes historias que se pueden encontrar de forma cotidiana en la vida más humana de los núcleos urbanos. En La biblioteca del cuarto de los niños se explora la razón del surgimiento de la literatura infantil, entremezclándose la divagación acerca de la imaginación en niños y adultos con la importancia (o falta de ella) de las moralejas.  El significado del  teatro tiene como bandera la defensa del teatro, ya trágico, ya cómico, como fiesta, oponiéndose Chesterton a que simplemente represente una disección de la vida real (y comparándola con otras artes). En Una originalidad olvidada acomete la apología de aquellos poetas pre-románticos que, antes de una época de arte por el arte, eran capaces de explorar filosóficamente temas morales; se queja el autor de que se desprecie por prejuicios a escritores que nadie ha leído ni leerá. El Espejo tiene como uno de sus principales mensajes el de que la calidad de la creación no radica en la autoconsciencia sino en preguntarse acerca de lo ajeno. La paradoja de la humildad no es sino una alabanza a los escritos de los monjes franciscanos medievales, tachados a menudo como infantiles y denostados por ello sin hacerse las preguntas oportunas. La historia frente a los historiadores es, precisamente, el ensayo donde se consagran los documentos escritos contemporáneos de la época que se pretenda estudiar, frente a la bibliografía que siempre ha de corromper los hechos (también aquí se plantean cuestiones sobre la educación de los niños, defendiéndose que la Historia debe ser la única materia). El fanático constituye una inteligente crítica de la intolerancia como un absurdo y una negación de lo propio. Buenas historias estropeadas por grandes autores repasa las transformaciones (o adulteraciones) que sufren algunas leyendas y mitos populares en manos de los literatos (excepto Shakespeare).

Pero sin duda, el “ensayo” más cautivador de todos los explorados en este acercamiento es Un cuento de hadas. Aquí la opinión da la mano a la literatura, creándose un relato fantástico donde la mente del creador se sumerge en una realidad paralela que le permite, a la vez de describir la belleza de una escena allende los límites de la percepción sensorial, intercalar la más dura crítica al afectado racionalismo que lleva (ya en su época) a los hombres, a descreer de todo a raíz del descrédito cristiano: “Quienes rechazan la fe, a menudo rechazan las fábulas humanas; aquellos mismos que desdeñan el cristianismo llevan su absurdo en ocasiones hasta el extremos de desdeñar igualmente el paganismo.”

Todos y cada uno de ellos tienen el mérito de poder desembocar en ríos de tinta vertidos en aras de debatir la veracidad o la verosimilitud de su esencia. Toda posible reflexión excedería los límites de la propia obra (y, por cierto, también el propósito de este ensayo laudatorio). Eso está al alcance de muy pocos. Desde luego no al mío (puedo adivinar al autor, en su cielo, retorciéndose de rabia al observar que sus doradas reflexiones acaban resumidas en un párrafo). Lo peor, lo menos bueno de emprender hoy esta reflexión es no haber leído más, no haber podido empezar antes. Lo malo de escribir sobre leer a Chesterton es que en este espacio de tiempo se ha de dejar de leer a Chesterton.

Leer a Chesterton en Sevilla es, pues, como viajar a un cementerio lleno de voces donde sólo se puede escuchar con claridad una, la de un poeta que no pretende arengar ni persuadir, la de un sabio que no sienta cátedra ni lo pretende, pero nos otorga, seguramente sin pretenderlo, el bello regalo de una conversación acerca de muchos de los temas posibles que un ser humano inquieto pueda indagar. Y lo mejor es que ni siquiera se requiere apartar la vista de otros lugares, de otras voces inertes emergiendo de frías lápidas, para captar, asentir, dar la mano y la razón a quien, en muy pocas páginas, con muy pocas palabras, nos puede hacer capaces de sentir que esa conversación carente de otros elementos de la comunicación personal, no necesita más que leves resonancias, ecos efímeros, para darnos cuenta de que hemos olvidado todo cuanto hemos olvidado. 


Sp. B. N.